Retropolítica. Comunismo y fascismo, comodines del presente
Los principales exponentes de la derecha argentina consideran “comunista” casi cualquier expresión crítica con el gobierno nacional. Como contrapartida, amplios sectores de la izquierda califican de fascista al gobierno. La retropolítica, es decir, la propensión de políticos e intelectuales a utilizar términos y conceptos del pasado para comprender y posicionarse en el presente, va más allá de los habituales usos de la historia que suelen hacer los líderes. Porque no se trata sólo de emular epopeyas o gestos ejemplares sino de una operación cultural que es funcional a una concepción de la política como un juego no cooperativo entre oficialismo y oposición. Abona a una cultura, como diría Martín D’Alessandro (presidente de Poder Ciudadano) de la erosión democrática y, en última instancia, al deseo de aniquilar al adversario político.
La posición marxista descansaba en la idea de un “sujeto histórico”
Por eso el conflicto es nominado en términos bélicos: se trata de una “batalla” cultural que abre las puertas a una democracia iliberal, a un régimen político que no suprime la competencia electoral pero que al negar legitimidad a los opositores, tiene la potencialidad de socavar derechos civiles, sociales y políticos. A esta observación habría que añadir otra: la retropolítica es, asimismo, una castración o una mutilación de conceptos forjados por la historiografía y las ciencias sociales.
Marxismo y cultura woke
El énfasis puesto por el gobierno nacional y sus ideólogos en calificar de comunista a cualquier expresión proveniente del campo progresista y, en especial, a los movimientos sociales contestatarios (feministas, ecologistas, antiracistas, transgéneros) tiende a soslayar las profundas diferencias que distinguen la cultura marxista originada en el siglo XIX europeo de la cultura “woke” difundida desde los Estados Unidos en el siglo XXI.
En primer lugar, la cultura marxista descansaba en la idea de un “sujeto histórico”, es decir, un actor social destinado a transformar la sociedad que era encarnando en el proletariado industrial, especialmente, el concentrado en las grandes fábricas; y una “contradicción principal”, es decir, una grieta que dividía y funcionaba como caja de resonancia de todos los conflictos sociales: la que enfrentaba a esa clase obrera predominantemente urbana e industrial con la burguesía, con la clase propietaria de las empresas y las maquinarias. En contraste, la cultura woke desconoce la centralidad de esa contradicción y asienta su protagonismo en una constelación de identidades que son objeto de discriminación por la sociedad y la política. En otras palabras, defiende sentidos de pertenencia cuyas marcas son el género, la raza, la marginalidad y la exclusión. No se trata de la defensa de intereses de clase. Se parapeta, más bien, en la reivindicación de espacios de la subjetividad portadores de códigos comunes, que se vinculan con derechos –de feministas, homosexuales, migrantes, transexuales, ecologistas– cada uno con sus reivindicaciones específicas, pero concebidos como portadores de una vocación emancipadora común.
La cultura woke asienta su protagonismo en una constelación de identidades
En segundo lugar, la cultura marxista rendía culto a la ciencia y al racionalismo del que se consideraba orgullosamente su heredero. No en vano, su himno “La Internacional” exaltaba “atruena la razón en marcha, es el fin de la opresión”. El marxismo era inconcebible sin el siglo de las luces, y más específicamente, de la filosofía clásica alemana (Hegel, Feuerbach), la economía política inglesa (Adam Smith, David Ricardo) y sin el socialismo utópico francés, con los cuales polemizaba. La cultura woke, en cambio, tiende a exaltar las virtudes de tradiciones comunitarias de pueblos indígenas y culturas presuntamente milenarias, impregnadas de componentes religiosos y metafísicos. Donde el marxista clásico encontraría una superchería, el prototipo woke percibiría una sabiduría ancestral.
El principio inspirador del fascismo era la centralidad absoluta del estado
Como señaló alguna vez el gran sociólogo francés Alain Touraine, esta mirada que se ufana de defender el “principio de alteridad” –saber valorar y respetar las creencias y prácticas del “otro”– corre el riesgo de negar el universalismo de los derechos humanos, por ejemplo cuando se omite condenar en nombre del relativismo cultural, la ablación del clítoris en poblaciones africanas o la propia represión a las mujeres en los países dominados por las versiones más extremas del Islam. En esos casos, la izquierda woke termina siendo furgón de cola de culturas patriarcales y regímenes políticos teocráticos. En otras palabras, lo más progresista de occidente puede terminar legitimando lo más reaccionario de Oriente.
¿Ácrata o neoliberal?
“Tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato”. Esta frase de Benito Mussolini (“Todo dentro del Estado, nada, fuera del Estado”) reflejaba el principio inspirador del fascismo: la centralidad absoluta del Estado en la vida política, social y cultural. Es claro que quienes rinden culto a la Escuela Austríaca de Economía (Friedrich Hayek), partidaria de una economía libre de regulaciones estatales, o quienes no ocultan su admiración por Murray Rothbard, pensador anarco-capitalista partidario de la eliminación del Estado, se encuentran en las antípodas de este aspecto primordial del pensamiento fascista.
Un segundo aspecto central diferencia a unos de otros: el empleo sistemático y masivo de la violencia, típico de las prácticas del fascismo, no forma parte del repertorio político de gobiernos o espacios políticos que no han asesinado a nadie. Que la virulencia de su retórica exaltada erosione la democracia, no hay dudas; que desemboque en el ejercicio del exterminio físico de los adversarios, es una hipótesis aún muy débil.
El estiramiento conceptual –que advertía ya hace algunas décadas el politólogo italiano Giovanni Sartori– cabalga en una cornisa de doble filo: las categorías teóricas pierden precisión y, por lo tanto, pierden capacidad operativa para comprender las sociedades; y en segundo lugar, pueden confundir a muchos ciudadanos embarcándolos en lógicas de radicalización y prácticas políticas disruptivas que tornan inviables las soluciones cooperativas, los pactos políticos y los consensos en torno a políticas de Estado.
Director de la Maestría en Partidos Políticos y Profesor Titular Plenario de la Universidad Nacional de Córdoba
La propensión a utilizar viejos conceptos para posicionarse en términos políticos no se condice con la verdad histórica LA NACION