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El buen uso del lenguaje

“Cambiamos, cuando constatamos los cambios”, dijo durante su reciente visita a Buenos Aires, Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia España (RAE), la institución con más de trescientos años de existencia en velar por la unidad y la lógica estructural de la lengua española.

Curiosa e interesante resulta la construcción de aquella frase. El verbo “constatar” fue por largo tiempo de empleo corriente en las conversaciones y textos escritos por argentinos. Sin embargo, solo después de los años ochenta de la última centuria, la Academia legitimó en sus registros ese verbo afrancesado, incorporándolo a su diccionario. Hasta entonces era considerado un galicismo de cuya utilización se privaban instituciones como este diario, apegadas por un criterio elemental a lo que dijeran en Madrid los maestros y custodios de la lengua. Desde hace un cuarto de siglo, la RAE trabaja en común con las otras academias de la lengua en la preservación de ese gran patrimonio cultural.

Pasó largo tiempo, también, hasta que nuestros editores y correctores admitieran que, si algo había pasado sin ser visto o sin ser tomado en cuenta, era porque había sido “desapercibido”. “Desapercibir”, en la antigua usanza del idioma, no era como hoy sinónimo de inadvertido; era haber dejado sin sanción un acto acreedor al castigo: des-apercibido, quedar sin apercibimiento por sus actos o acciones.

En tales ejemplos, entre tantos otros que tal vez recuerden los más viejos lectores del diario, se percibe la movilidad natural de la lengua, su dinamismo, su estado en permanente gestación y con modificaciones que crujen en lo más profundo de la sociedad. La lengua es una creatividad colectiva en la que no caben las discriminaciones, pues a toda edad, desde todo nivel social, cultural o profesional, se pueden realizar aportaciones a un caudal lexicográfico que ha llegado hoy a alcanzar 94.000 palabras y 191.000 acepciones.

Se trata de una tarea lenta y repetitiva que culmina cuando un vocablo demuestra haber cumplido acabadamente con las dos condiciones que le abrirán las puertas del diccionario compartido por igual en los 23 países que tienen al español por lengua madre. Otros idiomas carecen de esa virtud de comunicar a quienes lo hablan y escriben como sucede con el español.

Una condición esencial para lograr su legitimidad por las academias es que la palabra sea utilizada durante un tiempo suficientemente prolongado, como prueba de que no ha sido capricho de temporada en parte alguna; la otra, que integre el vocabulario de la población en un espacio geográfico que de algún modo pueda mensurarse. Ahí está la voz “pibe”, proveniente del dialecto genovés, que la RAE registra como afincada en el habla de los rioplatenses; o sea, entre argentinos y uruguayos y, por lo tanto, en un ámbito caracterizado por la influencia cultural incuestionable de la inmigración italiana.

La lengua, ha dicho Santiago Muñoz Machado, es lo que más nos une como pueblo

De modo que Muñoz Machado bien pudo decir que los cambios en la administración del lenguaje común confiado a la institución a su cargo se producen cuando, por testimonios de naturaleza coloquial o por lo que se escribe, los investigadores de la RAE concluyen que ha habido un cambio por el uso constante de una palabra nueva, por cómo se emplea y en qué contexto.

Durante el último gobierno militar, una autoridad oficial de la provincia de Córdoba había prohibido la palabra “vector”, cuya primera acepción, según indica el diccionario de la RAE, corresponde, en el habla técnica, al agente que transporta algo de un lugar a otro. Como “vector” había sido identificada con alguna regularidad en documentaciones de los movimientos insurreccionales de la época, se la prohibió. Fue un escándalo: desde este mismo diario, tan ajeno y contrario al terrorismo de la época, se hizo un llamado a la cordura de los funcionarios de la provincia. Por decirlo en palabras de Muñoz Machado, aplicadas en general a la manipulación disparatada de la lengua: “El poder público no puede imponer formas de hablar”.

“Vector”, como era natural que ocurriera, retomó pronto su legalidad entre los hispanohablantes de Córdoba.

La RAE ha contribuido mucho, en su función docente sobre el habla, a cortar las modestas alas de quienes pretendieron en las últimas décadas llevar al extremo la moda woke en cuestiones de género. Ya suena a enojoso asunto de un pasado reciente y delirante el haber procurado amortiguar modalidades supuestamente machistas y anular así algunos masculinos genéricos con la eliminación de la “e” y su reemplazo prepotente por una “x”, o una “@” de imposible vocalización.

La lengua, ha dicho Muñoz Machado, es lo que más nos une como pueblo. Debemos cuidar, pues, a ese capital intangible, pero de enorme valor que nos vincula con los más de quinientos millones de hispanohablantes en el mundo y potencia de tal forma nuestros saberes y producciones en la sinergia entre las habilidades de los hispanohablantes dispersos por el planeta.

Los académicos no crean la lengua. En todo caso la prestigian con su autoritas. En esa materia, en verdad, todos tenemos por acción o por omisión aportes por hacer. El director de la RAE, es lamentable decirlo, dejó la Argentina con la rara sensación de que por lo que más preguntas recibió aquí fue por las palabras malsonantes. Le sonó extrañísimo.

¿Haremos entre todos el esfuerzo cívico de usar la lengua común para el entendimiento y la discusión que se entabla en términos cordiales, en lugar de blandirla como arma que propende a dañar a quienes no piensan como nosotros?

​La lengua es una creatividad colectiva en la que no caben discriminaciones ni la posibilidad de que el poder público imponga formas de hablar  LA NACION