TU ESPACIO

DISCAPACIDAD: TU HISTORIA Una joven con síndrome de Down quiere adoptar un bebé y lucha contra todos para demostrar que puede ser madre

Me llamo Elena y tengo veintiocho años. También tengo síndrome de Down, pero eso no define quién soy.

Trabajo en una panadería desde hace cinco años, vivo sola en un pequeño departamento que mantengo impecable, y tengo un sueño que parece imposible para todos menos para mí: quiero ser madre.

Todo comenzó cuando vi a la pequeña Sofía en el centro de adopción donde hago voluntariado los fines de semana. Tiene dos años, cabello rizado y una sonrisa que ilumina cualquier habitación. Fue abandonada cuando tenía seis meses, y desde entonces ha vivido en diferentes hogares temporales.

Ninguno la ha adoptado porque, como yo, ella también tiene síndrome de Down.—Elena —me dijo la directora del centro, la señora Martínez, cuando le expresé mi deseo—, entiendo que quieras ayudar, pero adoptar un niño es una responsabilidad enorme. Requiere muchas cosas que…—¿Que no puedo hacer porque tengo síndrome de Down? —la interrumpí con firmeza. Se quedó callada por un momento, incómoda.—No es eso, Elena. Es solo que… bueno, hay ciertos requisitos legales y… —Tengo trabajo estable, un hogar, ahorros en el banco y mucho amor que dar. ¿Qué más necesita un niño?

La batalla legal comenzó inmediatamente. Mi hermana Carmen fue la primera en intentar disuadirme.—Elena, sé realista —me dijo durante una de nuestras cenas familiares—. Criar un hijo es complicado. Yo tengo dos y a veces me siento abrumada. Imagínate tú con Sofía, que también tiene necesidades especiales. —¿Y por qué asumes que no puedo manejar las necesidades especiales? —le respondí —. Yo vivo con ellas todos los días. Mi madre suspiró desde el otro lado de la mesa.—Hijita, solo queremos protegerte. No queremos que sufras una decepción. —La única decepción que tendré es si ustedes no me apoyan.

Contraté a la abogada Julia Mendoza, una mujer joven que se especializaba en derechos de las personas con discapacidad. La primera vez que nos reunimos, fue directa conmigo.

—Elena, no te voy a mentir. Este caso será difícil. El sistema no está preparado para esto, y habrá muchos prejuicios que enfrentar.—Estoy preparada —le aseguré—. He enfrentado prejuicios toda mi vida.—Necesitaremos evaluaciones psicológicas, pruebas de competencia, inspecciones de tu hogar, referencias laborales… todo será más riguroso que para otros solicitantes. —Entonces hagámoslo. Durante los meses siguientes, me sometí a cada evaluación, cada prueba, cada interrogatorio. La psicóloga, la doctora Rivera, fue particularmente minuciosa.—Elena, dime cómo manejarías una emergencia médica con Sofía.—Llamaría al 911, seguiría las instrucciones del operador, y la llevaría al hospital más cercano. Tengo todos los números importantes pegados en mi refrigerador y guardados en mi teléfono. —¿Y si ella necesita ayuda con tareas escolares complicadas? —Buscaré ayuda. Contrataré un tutor, pediré apoyo a los maestros, investigaré en internet. Nadie espera que los padres sepan todo, ¿o sí? Después de cada sesión, la doctora Rivera parecía más impresionada, aunque trataba de no demostrarlo. El trabajador social asignado al caso, el señor García, visitaba mi departamento semanalmente. Al principio era escéptico, pero gradualmente su actitud cambió. —Elena, debo admitir que tu hogar está mejor organizado que el mío —me dijo después de la quinta inspección—. Tienes rutinas claras, un ambiente seguro, y es obvio que has pensado en cada detalle. —Es que realmente quiero esto, señor García. Sofía merece una familia que la ame incondicionalmente. —¿Y por qué específicamente Sofía? —Porque sé lo que es crecer sintiéndose diferente. Sé lo que es que la gente te subestime. Puedo darle algo que otros padres, por más bien intencionados que sean, no pueden: la experiencia de haber vivido con síndrome de Down. Puedo enseñarle que nuestra condición no nos limita, nos hace únicos.

El día de la audiencia final llegó después de ocho meses de proceso. La sala estaba llena: mi familia, la abogada Julia, los trabajadores sociales, la psicóloga, y el juez Morales, un hombre mayor con expresión seria.—Señorita Elena Rodríguez —comenzó el juez—, he revisado su expediente completo. Las evaluaciones muestran que usted tiene las habilidades necesarias para cuidar a un menor. Su hogar cumple con todos los requisitos de seguridad. Sus finanzas son estables. Sin embargo, debo preguntarle: ¿está realmente preparada para las responsabilidades adicionales que conlleva cuidar a una niña con síndrome de Down?Me levanté, sintiendo el peso de todas las miradas sobre mí. —Su Señoría, con respeto, esa pregunta revela exactamente por qué Sofía y yo nos necesitamos mutuamente. La sociedad ve nuestro síndrome de Down como un problema que resolver, una carga que soportar. Pero para nosotras, es simplemente parte de quiénes somos.Tomé aire y continué:—Sofía no necesita que alguien la «maneje» o la «soporte». Necesita que alguien la ame, la guíe, la proteja y le enseñe a ser independiente. Necesita que alguien le demuestre que puede lograr cualquier cosa que se proponga. Y sí, señor juez, estoy más que preparada para eso, porque alguien hizo eso mismo por mí.

Miré hacia donde estaba mi madre, quien tenía lágrimas en los ojos.—Mi madre me enseñó que el síndrome de Down no define mis límites, yo los defino. Quiero enseñarle lo mismo a Sofía.

El juez se quedó en silencio por un momento que pareció eterno.—Señorita Rodríguez —dijo finalmente—, en mis veinte años como juez, he visto muchos casos de adopción. He visto padres biológicos fallar y padres adoptivos triunfar. He aprendido que ser un buen padre no tiene que ver con ser perfecto, sino con amar incondicionalmente y estar dispuesto a hacer todo lo necesario por el bienestar del niño.

Hizo una pausa.—Basándome en toda la evidencia presentada, y particularmente en su determinación y preparación demostradas, concedo su petición de adopción. Sofía Rodríguez ahora es legalmente su hija.

La sala estalló en aplausos. Julia me abrazó, mi familia lloraba de emoción, y yo… yo solo podía pensar en que finalmente podría darle a Sofía lo que ambas habíamos estado esperando: un hogar lleno de amor y comprensión. Cuando trajeron a Sofía a la sala, corrió hacia mí con los brazos abiertos.—¡Mama Elena! —gritó, aunque todavía no podía pronunciar perfectamente. La alcé en mis brazos y le susurré al oído:—Ya estamos juntas, mi amor. Para siempre.

Esa noche, mientras acostaba a Sofía en su nueva habitación decorada con mariposas de colores, me preguntó:—¿Mama Elena, por qué la gente decía que no podías ser mi mamá?—Porque a veces la gente tiene miedo de lo que no entiende, pequeña. Pero tú y yo sabemos que el amor es lo único que realmente importa para ser una familia.—¿Somos diferentes, mama?—Sí, mi amor, somos diferentes. Y eso nos hace especiales. Sofía sonrió y cerró sus ojos. Mientras la veía dormir, pensé en todos los obstáculos que habíamos superado y en todos los que aún enfrentaríamos. Pero también pensé en algo que le había dicho al juez y que ahora entendía completamente: no se trata de ser perfecta, se trata de amar sin condiciones.Y eso, definitivamente, sé cómo hacerlo.

Seis meses después, Sofía pronunció claramente su primera frase completa:—Te amo mucho, mamá.En ese momento supe que habíamos demostrado algo importante no solo al sistema legal, sino al mundo: el amor no conoce de cromosomas adicionales, y la capacidad de ser madre no se mide por un diagnóstico médico, sino por la fortaleza del corazón.Carmen, mi hermana, me visitó esa tarde y me encontró enseñándole a Sofía a hacer galletas.—Elena —me dijo con una sonrisa—, debo pedirte disculpas. Estaba equivocada. Eres una madre increíble.—Solo soy una madre que ama a su hija —le respondí—. Como cualquier otra madre.Y mientras Sofía reía cubierta de harina de pies a cabeza, supe que teníamos razón: éramos una familia perfecta, imperfecciones y todo.