Ahora Milei moderado: ¿mito o realidad?
Para que los “ñoños republicanos”, los múltiples defraudados por la recesión y la mishiadura, y otros atribulados ciudadanos independientes que lo votaron en el balotaje le perdonaran al León sus increíbles hostigamientos y graves torpezas, este no solo tuvo que agitar el efectivo espantapájaros de la restauración kirchnerista, sino que debió enfundar también la motosierra, prometer consensos, cambiar simbólicamente la campera (el punk) por la corbata (el pop) y cesar con los insultos y las infames alusiones sexuales.
Con esa estrategia de campaña le quitó “peros” al “siperismo” –como denomina Isonomía a ese electorado crítico– y logró que los susodichos se taparan la nariz, marcaran “violeta” y operaran el batacazo. Si hace dos años el mandato surgido de las urnas era de rabiosa anticasta y de demolición indiscriminada, hoy aparece en cambio como un reclamo de diálogo, alianzas y reconstrucción. La agresividad encumbró al Presidente de la Nación en el primer tiempo, pero un cierto aplomo le permitió asegurarse el segundo. Un león carnívoro desbocado y luego uno herbívoro y reprimido para la ocasión.
La moderación fue un gran negocio electoral para los libertarios y, además, es funcional a lo que la Casa Blanca les exige: políticas de acuerdo, reformas de fondo y gobernabilidad parlamentaria. La pregunta, sin embargo, resulta inquietante: ¿es posible o es un mito el Milei moderado? ¿Podrá el jefe del Estado, en el día a día, ir contra su propia naturaleza, contener su temperamento y guardar las garras o leerá este espectacular e inesperado éxito electoral como una carta blanca para seguir gobernando a los mamporros, con sentido de secta ideológica y, principalmente, para su exaltado pero insuficiente núcleo duro?
De la lectura serena de la jornada comicial surgirá, sin duda, un diagnóstico. Pero cuidado: hemos visto cómo muchos caciques mesiánicos se equivocaban y también cómo, al recibir un amplio respaldo popular, tendían a pensar que este convalidaba incluso los yerros de estilo y gestión y hasta los comportamientos abominables.
Los argentinos, en verdad, suelen votar no a favor sino a pesar de los defectos de sus gobernantes. En este caso, los “siperistas” desecharon el sedentarismo o las terceras fuerzas únicamente por el miedo al día después (un accidente macroeconómico y una nueva entronización del kirchnerismo) y para eso debieron sobreponerse no sin esfuerzo evidente a meses y meses de desastres libertarios autoinfligidos: dólar desbocado, tasas altísimas, recesión creciente, caída del consumo y del empleo (cierran 30 empresas por día en la Argentina), derrotas legislativas en cadena, Spagnuolo y Espert, listas grotescas, internas vergonzosas a cielo abierto y un salvataje norteamericano bochornoso para una nave a punto de naufragar.
Los 41 puntos obtenidos a nivel nacional están muy lejos de aquellos primeros 56: la crisis desgajó previsiblemente el partido del balotaje y, además, cerca de 12 millones de argentinos se abstuvieron de ir a las urnas, una cifra progresiva y escalofriante que debería hacer reflexionar a todos. Lo cierto es que muchos de quienes se quedaron en sus casas durante las votaciones de septiembre en la provincia de Buenos Aires se vieron impulsados a abandonar esa negación y a sufragar contra el tren fantasma de Fuerza Patria.
Aquí se probaron varias cosas. En principio, que la polarización a la hora de la verdad sigue siendo rentable: el centrismo es un mayoritario estado de ánimo para el resto de los 700 días, pero cada dos años una relevante porción de la sociedad se siente obligada a elegir entre el blanco y el negro. El “voto del mal menor” hizo que ultraderechistas y republicanos eligieran esta vez la misma boleta: no los unió el amor, sino el espanto.
El sensor antikirchnerista despertó todas las alarmas al ver las soberbias celebraciones de los mismos de siempre, los bailes del balcón, la sonrisa sobradora de Massa, las admoniciones de Grabois y, sobre todo, el paseo por los medios de Axel Kicillof (mate en mano) presentándose como un estadista criollo, pero sin conseguir nunca articular otra canción, como había prometido. Solo ofrecía “frenar a Milei” y nunca esbozaba una autocrítica que lo corriera, aunque sea mínimamente, de su dogmatismo económico y estatista que tanto daño hizo. La canción es la misma, diría Led Zeppelin. Muchos pensaron: van a darle un golpe mortal al Gobierno, se incendiará el mercado cambiario, tomarán las calles, le harán la vida imposible en el Congreso y hasta son capaces de promover un juicio político al Presidente. El Club del Helicóptero.
Ese oceánico electorado conoce de sobra la progresión y la frenó de cuajo bajo la idea de que era preferible olvidar pifiadas oficialistas y darle una nueva y acaso última oportunidad a Milei, a regalarle al justicialismo las llaves de su destitución. Era preferible un presente defectuoso y hasta carnavalesco, a un pasado conocido, peligroso y decadente. Los históricos desaguisados kirchneristas no fueron perdonados, y después de esta paliza en todo el país, el Movimiento de Perón debería, a 15 años exactos de la muerte de Néstor Kirchner, pensar si es posible que ese peronismo de izquierda siga hegemonizando y destruyendo su destino.
Baste un solo ejemplo: no tiene autoridad moral el kirchnerismo para alarmarse públicamente por la marcha de la economía, ni por las coimas ni por los vínculos con el narcotráfico, porque son ampliamente conocidos sus graves e incontables pecados en todas esas materias. Tampoco puede arrear gente bajo la cantinela antinorteamericana: los nuevos jóvenes parecen admirar a esa potencia, y el promedio agradece que Scott Bessent haya acudido en auxilio de Toto Caputo; también temían que Donald Trump no quisiera seguir apoyando a un “perdedor” si Milei salía realmente malherido de las elecciones de medio término y todo acababa en un Waterloo.
El “ánimo antiimperalista” o “emancipador” del populismo de izquierda no prende como antes. Y la noche del domingo los mariscales de la derrota acabaron el acto cantando la marcha peronista, por supuesto, en la canónica versión de Hugo del Carril: nada sonó más rancio y vetusto que ese ritual vintage del siglo pasado.
José Natanson, el director de Le Monde Diplomatique, definió a primera hora del lunes lo que había sucedido de esta manera: “Como desde hace 80 años, el antiperonismo sigue siendo la identidad política más intensa de la Argentina y la secuencia electoral de este año parece haberla activado. En efecto, por su peso electoral y por lo inesperado de su resultado, las elecciones bonaerenses del 7 de septiembre funcionaron como una primera vuelta que despertó al pueblo antiperonista dormido, un silencioso 17 de octubre al revés”. Es indudable que, nos guste o no, Javier Milei se ha transformado en el nuevo jefe político del antiperonismo, siendo que es un populista de derecha, que nunca se consideró un “gorila” y que tiene como norte el menemismo de los años 90.
Los “ñoños republicanos”, en la desesperación, lo coronaron con esa jefatura y mucho les facilitó esa tarea encontrar las familiares y tranquilizadoras facciones de los dos antiguos referentes de Juntos por el Cambio que se postulaban por la ciudad y la provincia de Buenos Aires: “voto por Patricia” o “voto por Santilli” reemplazó, en las mesas familiares, la frase más conflictiva de todas: “Voto por Milei”.
El triunfo de La Libertad Avanza, en un país que va de batacazo en batacazo, es incuestionablemente importante, pero no definitivo: la volatilidad en la opinión ciudadana es el rasgo dominante y los libertarios deben estabilizar la macro luego de tantos desperfectos y turbulencias, y tejer día y noche en la Cámara de Diputados y en el Senado de la Nación para alcanzar tres reformas urticantes y resistidas: laboral, previsional y tributaria.
Si no prima el equivocado “equipo que gana no se cambia”, se insinúan un nuevo gabinete y una nueva forma de gobernar, bajo la tutela del Tío Sam, que paradójicamente pide acuerdos, y bajo el gran aprendizaje de estas horas: para seguir conduciendo al no peronismo hacen falta menos desprecio a los parecidos y más prudencia. “La moderación es el tesoro del prudente”, decía Voltaire. La moderación de última hora fue un éxito; el resto lo puso el pánico a que volvieran los tiburones.
El “voto del mal menor” hizo que ultraderechistas y republicanos eligieran la misma boleta; para seguir conduciendo al no peronismo, al Presidente le hace falta menos desprecio a los parecidos LA NACION
