El laberinto donde fue encerrado el Minotauro ya es Patrimonio de la Humanidad
La mitología helénica siempre fascinó e influyó en el pensamiento occidental. Y más si la trama involucraba poder, amor, aventura, horror, tragedia, fantasía y heroísmo. Esta es una leyenda que merece ser contada para comprender la trascendencia de un yacimiento arqueológico monumental.

En la antigüedad, el príncipe Minos, a fin de ganarle a sus dos hermanos el derecho a gobernar Creta, rogó al dios Poseidón que le otorgara algún trofeo. Le ofrendó un fabuloso toro blanco que emergió del azul mar. Tal prodigio lo catapultó como rey y prometió sacrificar el animal en su honor en la siguiente fiesta religiosa; cosa que no hizo.
Prefirió conservar al soberbio bovino como aval de su liderazgo y lo reemplazó por una res del corral. ¡Quiso estafar a Poseidón!, quien descubrió el fraude. Ni lerdo ni perezoso, como castigo, insufló en Pasífae (la esposa de Minos) una inquietante pasión por el divino toro albo al cual empezó a mirar con ardor… Hasta que sucumbió a la tentación. El fruto de su vientre fue un hombre con cabeza de toro: Minotauro.

Desesperado, el rey le pidió a su arquitecto, el célebre Dédalo, que construyera bajo el palacio un laberinto para mantener oculto en cautiverio al monstruo. A la vez, como se alimentaba de carne humana, exigió a la ciudad de Atenas (que le debía un tributo porque allí murió su hijo Androgeo) la entrega periódica de siete jóvenes nobles y siete doncellas. Uno de ellos –como voluntario– fue el adolescente Teseo (hijo del rey Egeo), quien previamente hizo una incursión oculta en Cnosos a fin de planear ultimar al cuadrúpedo que costaba tantas vidas.

En el patio del palacio se cruzó fortuitamente con Ariadna (hija de Minos) y hubo amor a primera vista; tanto que se fueron juntos al tálamo y sellaron un pacto romántico. La damisela le entregó un ovillo de hilo que dejaría correr por el laberinto para que luego de matar el Minotauro pudiera retornar como héroe. Llegada la fecha, Teseo, se encontró con que la bestia maloliente parecía pedir clemencia por su trágica vida y el muchacho no dudó y le clavó una espada en el corazón. Gracias al hilo, halló salida, se abrazó con Ariadna, la muchedumbre lo aclamó y fue el fin del gobierno de Minos.

O como mejor lo contó nuestro entrañable Borges: “El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre. – ¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió”.
El reconocimiento y el papel de Evans
Por esta fábula y su maravillosa arquitectura, el espectacular Palacio de Cnosos (a solo 6 km de Heraclión) es el sitio arqueológico más destacado de Creta, la mayor isla griega del Egeo. Gran parte de su interés es precisamente lo intangible de su proverbial leyenda, la cual trascendió geografías y siglos en innumerables expresiones artísticas.

Basta citar que la larga línea de relatos vinculados nace con el poeta Ovidio (43 a. C. – 17 d. C.) y que tuvo su más relevante óleo de la mano del inglés George Frederic Watts con su cuadro “Minotauro”, de 1885, mostrando a la bestia mirando el mar a la espera de sus nuevas jóvenes víctimas para deglutir.

La Unesco consagró este año al sitio como Patrimonio de la Humanidad, junto a otros cinco yacimientos del territorio cretense calificados como centros palaciegos minoicos que datan del 1900 al 1100 a.C. Tanto Cnosos como Zominthos, Malia, Festos, Zakros y Kydonia –lugares representativos de la prehistoria regional– fueron núcleos urbanos de avanzada arquitectura cumpliendo roles administrativos, económicos y religiosos.


La grandiosidad de lo que fue este lugar de unas 1.300 habitaciones requiere conocer algunos hitos y un dilema. Por lo pronto, las primeras construcciones son de comienzos de 2000 a. C. y poco a poco se fueron incorporando otras; sin embargo, un terremoto demolió gran parte, luego se reconstruyó, pero un incendio lo destruyó y una tercera se mantuvo. La entrada en escena del apasionado y perseverante arquitecto inglés Sir Arthur Evans (1851-1941), considerado como el “descubridor” de Cnosos, fue crucial y generó debate.

Su labor –entre finales del siglo XIX y los albores del XX– fue determinante para que se admire lo que ahora vemos. Es más, cada vez que se usa el vocablo “minoico”, es porque él lo creó (por la historia de Minos). El meollo es la disyuntiva entre conservación (preservación, tal como está, aunque no luzca) o reconstrucción/restauración de acuerdo a los saberes de cómo pudo haber sido. Nos pasa cuando solo al pasar vemos cimientos de lo que fue una muralla o cuando vemos algo reconstruido al estilo de lo que fue. Por supuesto, la admiración es mayor y el turismo lo agradece.

Creta, que fue la cuna de la civilización minoica, la primera importante de Europa ya que dominó los mares durante la Edad de Bronce, tuvo su obra cumbre en el enorme complejo levantado alrededor de un patio con numerosas dependencias incluyendo a lo largo de su longitud los almacenes y un santuario, al lado del salón de la reina.
El esplendor de la Naturaleza y la simbología
Deslumbra la imponente entrada palacial con pares de columnas rojas –más anchas en la parte superior–, inspirando respeto y cierta majestuosidad. Del mismo modo que en el reconstruido Salón del Trono, en el corazón de la ciudadela, donde los murales muestran la valía ritual de los grifos, criaturas híbridas con cuerpo de león, pero con garras y cabeza de águila, que representan una alegoría sobre lo trascendental del poder y la protección del imperio montado en la comarca. El trono, vale citarlo, es el más arcaico hallado en Grecia y Europa.
De las 75 ha que abarca, solo se visita un sector, donde, en general, la estética es muy vistosa, con colores fuertes en objetos cotidianos y vasijas y las paredes decoradas con diversos frescos con escenas humanas donde las figuras se presentan de perfil, como ocurre en “El príncipe de los lirios”, un relieve de estuco pintado; si bien el original –también reconstruido– está en el Museo Arqueológico de Heraclión.

Otro caso similar restaurado con escasas partes originales es el mural “Damas de azul”. Hay quienes arriesgan que hay cierta influencia estética de inicios del siglo XX. Enjoyadas, lucen unas prendas azules bordadas de amarillo y los cabellos rizados negros atados con cintas. En tanto que en otros restos se ven símbolos minoicos (como el hacha doble, llamada “labrys”, de donde derivaría la palabra laberinto), así como también animales marinos, donde el ejemplo más encantador es el fresco de delfines en una sala que habría sido aposentos de la reina.

No faltan los toros, por su potencia y bravura, que impregnaron la cultura y se evidencia en imágenes que refieren espectáculos en una especie de anfiteatro donde los jóvenes se arriesgaban a tomar contacto con los animales jugando peligrosas acrobacias, práctica que quedó plasmada en un fresco denominado precisamente “Salto del Toro” (taurokathapsia).

Respecto de los citados almacenes, estaban destinados a conservar alimentos para garantizar el sustento de una numerosa corte. Se utilizaban grandes vasijas (pithos) de cerámica ornamentada dentro de las cuales colocaban granos, aceite y vinos, entre otros suministros, que colmaban las ánforas ubicadas en depósitos bajo tierra. Se han hallado 150 envases de los 240 que se estima que existieron de acuerdo lo descifrado de tablillas jeroglíficas.

Aunque Cnosos es magnífico y requiere unas tres horas, si el interés es mayor, es recomendable visitar el museo en Heraclión para valorar más piezas, esculturas y murales.
Desde luego, este enclave es el de mayor seducción turística de Creta; empero, la isla tiene además de los parajes arqueológicos, suficientes atractivos de disfrute con playas amplísimas (como Laguna de Balos y Elafonisi) y calas ocultas en su costa de más mil kilómetros de extensión, así como localidades típicas que mantienen su andar pueblerino o visitar la ciudad de Canea con su puerto veneciano y hacer una excursión en barco.
Mezcla bravía de toro y hombre, en tiempos de la antiquísima civilización minoica mediterránea fue encerrado por el rey Minos en un laberinto bajo su palacio, cuyos vestigios arquitectónicos este año recibieron la protección de la Unesco LA NACION
