NACIONALES

La nueva ley educativa: el riesgo no es cambiar, es mantener el fracaso

En estos días han circulado diversos borradores de lo que podría convertirse en una nueva Ley Nacional de Educación. El texto no es público aún; sin embargo, los trascendidos dan certeza de que el gobierno nacional aspira a reemplazar la ley en vigencia. Discutir la arquitectura legal del sistema educativo es tocar la esencia misma de cómo enseñamos, qué exigimos, quién decide y con qué criterios. Es natural, entonces, que la iniciativa genere preocupación; lo que no debería serlo es que, frente a la decadencia educativa argentina, alguien sostenga que lo mejor es no hacer nada.

Hemos atravesado décadas de deterioro sostenido. Por ello, aún sin conocer el texto final del proyecto, el solo hecho de que se discuta una nueva ley educativa ya es una buena noticia. Implica reconocer que el sistema actual ha dejado de funcionar. No estamos ante una crisis ocasional, recuperable con retoques menores, sino frente a una decadencia profunda, que se hace costumbre, que se normaliza. Una crisis es transitoria; la decadencia se vuelve cultura. Y la cultura solo cambia cuando un país decide asumir el costo político, institucional y social de modificar aquello que lo condena a seguir perdiendo futuro.

Los borradores que se han hecho públicos hablan de un reconocimiento explícito del rol de la familia como agente primario de la educación, por encima del Estado, lo cual incluiría modalidades diversas, como educación en el hogar, formatos híbridos y proyectos pedagógicos con más autonomía. También se sugiere que las instituciones educativas tendrían mayor libertad para proponer sus propios planes de estudio. Estas ideas, que para algunos son sinónimo de retroceso y para otros son hasta peligrosas, no representan una retirada del Estado ni una invitación al individualismo educativo. Solo plantean una verdad incómoda: la uniformidad obligatoria ha fracasado.

Pretender que un mismo modelo, definido centralmente, pueda responder a las necesidades de millones de niños de contextos sociales, culturales y familiares radicalmente distintos es una ilusión burocrática. Un sistema rígido no genera igualdad; genera desigualdad disfrazada, porque ignora la realidad de los estudiantes. En los últimos años, he defendido la necesidad de permitir que convivan diversas propuestas pedagógicas, no porque imagine que la escuela tradicional desaparecerá, sino por una razón elemental: si no liberamos la innovación escolar, seguiremos condenados a un modelo uniforme que no educa bien a nadie.

Reconocer la primacía de la familia no equivale a que el Estado se desentienda de la educación. Significa admitir que en ningún sistema educativo las familias deberían ser meras espectadoras, limitándose a aceptar pasivamente aquello que el Estado defina sin consultarlas. Un vínculo saludable entre Estado, familias y escuelas no descansa en la subordinación, sino en la corresponsabilidad. El Estado garantiza derechos; la escuela educa; la familia acompaña, apoya y participa. La igualdad de oportunidades no se construye vaciando la responsabilidad familiar, sino fortaleciéndola.

Se afirma que modificar profundamente el sistema educativo implica riesgos. La afirmación es correcta. Pero la pregunta indispensable es otra: ¿cuál es el riesgo de no modificarlo? ¿Cuánto más costará continuar con un modelo que educa poco, evalúa aún menos y, sin embargo, se mantiene como si los resultados fueran satisfactorios? ¿Cuántas generaciones más de niños y jóvenes seguirán viendo truncados sus sueños de un futuro mejor por culpa de mantener un status quo que claramente ha fracasado? Lo peor que puede ocurrir con una nueva ley educativa no es que sea imperfecta. Lo peor que puede ocurrir es que no exista. Una ley puede corregirse con la experiencia; el inmovilismo jamás se corrige. Solo se padece.

En febrero pasado publiqué el libro Cinco leyes para el renacimiento de la educación argentina. Nunca lo concebí como una colección de certezas absolutas, sino como un punto de partida para rediseñar el sistema desde sus bases. Hoy, al ver que el país comienza a discutir su modelo educativo, me siento confiado de afirmar que no se trata de una aspiración teórica. Por primera vez en mucho tiempo, la Argentina parece dispuesta a debatir cómo organizar institucionalmente su educación. Esa decisión, aunque incompleta y conflictiva, representa un inmenso avance.

No sé cuál será finalmente el texto de la ley. Nadie lo sabe. Pero sé que si aspiramos a un país donde el mérito vuelva a tener sentido, donde el esfuerzo sea valorado, donde la excelencia deje de ser una excepción, donde cada niño pueda alcanzar su máximo potencial sin importar la situación económica de su familia, entonces necesitamos una ley que haga posible ese sueño.

Cambiar cuesta. Pero resignarse cuesta infinitamente más. La decadencia educativa deja una marca que afecta a generaciones de argentinos. Si esta nueva ley, con sus imperfecciones y desafíos, logra iniciar un camino de reconstrucción real del sistema educativo, la discusión habrá valido la pena. La tarea recién empezará, pero al menos comenzará. Una educación mejor no se decreta: se construye. Y nadie construye algo valioso sin coraje.

Miembro de la Academia Nacional de Educación y Rector de la Universidad del CEMA

​En estos días han circulado diversos borradores de lo que podría convertirse en una nueva Ley Nacional de Educación. El texto no es público aún; sin embargo, los trascendidos dan certeza de que el gobierno nacional aspira a reemplazar la ley en vigencia. Discutir la arquitectura legal del sistema educativo es tocar la esencia misma de cómo enseñamos, qué exigimos, quién decide y con qué criterios. Es natural, entonces, que la iniciativa genere preocupación; lo que no debería serlo es que, frente a la decadencia educativa argentina, alguien sostenga que lo mejor es no hacer nada.Hemos atravesado décadas de deterioro sostenido. Por ello, aún sin conocer el texto final del proyecto, el solo hecho de que se discuta una nueva ley educativa ya es una buena noticia. Implica reconocer que el sistema actual ha dejado de funcionar. No estamos ante una crisis ocasional, recuperable con retoques menores, sino frente a una decadencia profunda, que se hace costumbre, que se normaliza. Una crisis es transitoria; la decadencia se vuelve cultura. Y la cultura solo cambia cuando un país decide asumir el costo político, institucional y social de modificar aquello que lo condena a seguir perdiendo futuro.Los borradores que se han hecho públicos hablan de un reconocimiento explícito del rol de la familia como agente primario de la educación, por encima del Estado, lo cual incluiría modalidades diversas, como educación en el hogar, formatos híbridos y proyectos pedagógicos con más autonomía. También se sugiere que las instituciones educativas tendrían mayor libertad para proponer sus propios planes de estudio. Estas ideas, que para algunos son sinónimo de retroceso y para otros son hasta peligrosas, no representan una retirada del Estado ni una invitación al individualismo educativo. Solo plantean una verdad incómoda: la uniformidad obligatoria ha fracasado.Pretender que un mismo modelo, definido centralmente, pueda responder a las necesidades de millones de niños de contextos sociales, culturales y familiares radicalmente distintos es una ilusión burocrática. Un sistema rígido no genera igualdad; genera desigualdad disfrazada, porque ignora la realidad de los estudiantes. En los últimos años, he defendido la necesidad de permitir que convivan diversas propuestas pedagógicas, no porque imagine que la escuela tradicional desaparecerá, sino por una razón elemental: si no liberamos la innovación escolar, seguiremos condenados a un modelo uniforme que no educa bien a nadie.Reconocer la primacía de la familia no equivale a que el Estado se desentienda de la educación. Significa admitir que en ningún sistema educativo las familias deberían ser meras espectadoras, limitándose a aceptar pasivamente aquello que el Estado defina sin consultarlas. Un vínculo saludable entre Estado, familias y escuelas no descansa en la subordinación, sino en la corresponsabilidad. El Estado garantiza derechos; la escuela educa; la familia acompaña, apoya y participa. La igualdad de oportunidades no se construye vaciando la responsabilidad familiar, sino fortaleciéndola.Se afirma que modificar profundamente el sistema educativo implica riesgos. La afirmación es correcta. Pero la pregunta indispensable es otra: ¿cuál es el riesgo de no modificarlo? ¿Cuánto más costará continuar con un modelo que educa poco, evalúa aún menos y, sin embargo, se mantiene como si los resultados fueran satisfactorios? ¿Cuántas generaciones más de niños y jóvenes seguirán viendo truncados sus sueños de un futuro mejor por culpa de mantener un status quo que claramente ha fracasado? Lo peor que puede ocurrir con una nueva ley educativa no es que sea imperfecta. Lo peor que puede ocurrir es que no exista. Una ley puede corregirse con la experiencia; el inmovilismo jamás se corrige. Solo se padece.En febrero pasado publiqué el libro Cinco leyes para el renacimiento de la educación argentina. Nunca lo concebí como una colección de certezas absolutas, sino como un punto de partida para rediseñar el sistema desde sus bases. Hoy, al ver que el país comienza a discutir su modelo educativo, me siento confiado de afirmar que no se trata de una aspiración teórica. Por primera vez en mucho tiempo, la Argentina parece dispuesta a debatir cómo organizar institucionalmente su educación. Esa decisión, aunque incompleta y conflictiva, representa un inmenso avance.No sé cuál será finalmente el texto de la ley. Nadie lo sabe. Pero sé que si aspiramos a un país donde el mérito vuelva a tener sentido, donde el esfuerzo sea valorado, donde la excelencia deje de ser una excepción, donde cada niño pueda alcanzar su máximo potencial sin importar la situación económica de su familia, entonces necesitamos una ley que haga posible ese sueño.Cambiar cuesta. Pero resignarse cuesta infinitamente más. La decadencia educativa deja una marca que afecta a generaciones de argentinos. Si esta nueva ley, con sus imperfecciones y desafíos, logra iniciar un camino de reconstrucción real del sistema educativo, la discusión habrá valido la pena. La tarea recién empezará, pero al menos comenzará. Una educación mejor no se decreta: se construye. Y nadie construye algo valioso sin coraje.Miembro de la Academia Nacional de Educación y Rector de la Universidad del CEMA  LA NACION