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Nuevo giro en el caso Dalmasso. Una causa errática que empezó a naufragar desde el primer minuto

La prueba siempre estuvo allí, en la escena del crimen, y luego incorporada al expediente. No era invisible: simplemente, nadie le prestó la debida atención. Especialmente quien debía hacerlo: la Justicia.

Casi 17 años después del hecho, y un año después de que la Justicia de Córdoba ordenara proseguir la investigación del asesinato de Nora Dalmasso aunque estuviera prescripto por el paso del tiempo, simplemente para que la familia conozca la verdad de lo sucedido, la fiscalía solicitó realizar nuevas pruebas de ADN. El estudio comprendería a unas 200 personas que pudieron haber tenido vínculo estrecho con la víctima en los momentos previos al homicidio o con la escena del crimen. Se lo definió como un “barrido de la prueba genética” con el cual se podría “obtener un mapeo” que, eventualmente, permitiría avanzar con cotejos genéticos que pudieran, en definitiva, ponerle nombre y apellido a los rastros levantados del cuarto donde ocurrió el homicidio.

Un año después, ese “mapeo” arrojó un resultado y apuntó a un nuevo sospechoso: Roberto Barzola, pulidor de pisos de madera que había trabajado en la obra de remodelación de la casa de los Macarrón–Dalmasso en noviembre de 2006.

Hasta acá, luce como la crónica de una investigación pulcra y efectiva. Pero hay un par de detalles sombríos. Primero, la prueba de ADN –elemental en cualquier pesquisa de rigor desde hace décadas– se hizo 18 años después del crimen. Y segundo, el sospechoso develado por la pericia científica no era un fantasma: no solo se sabía que Barzola había formado parte del equipo de operarios que laboró en las tareas de refacción en la vivienda del Villa Golf Club de Río Cuarto, sino que el pulidor y plastificador de pisos declaró como testigo en el juicio oral contra el viudo, en abril de 2022.

Un nombre y una cara conocida que quedaron fuera del foco durante años, al punto de que, a menos que aparezca una mácula penal en su vida de todo este tiempo, Barzola ni siquiera deberá enfrentar el peso efectivo de la ley porque, para él, la acción penal estará prescripta.

La maquinaria judicial cordobesa se mantuvo en marcha a bajas revoluciones en este caso, más que nada para salvar las apariencias tras el papelón del juicio oral contra el viudo, que llegó acusado de haber mandado a matar a su esposa mientras él jugaba –y ganaba– un torneo de golf en Punta del Este, y que terminó con el alegato en el que el fiscal admitió que carecía de pruebas para enrostrarle semejante delito.

Antes de eso, la causa, conmocionante desde la hora cero, había seguido un rumbo errático, estrambótico y sometido a presiones de todo tipo. Un crimen en un barrio cerrado, como el de María Marta García Belsunce; poderosos personajes de la vida empresaria y política de Córdoba; sexo, dinero y relaciones con el poder. Un cóctel explosivo.

Los avances y retrocesos que, como espasmos, experimentaba la investigación, aparecían expuestos a rumores que daban cuenta de eventuales presiones para torcer el rumbo de las pesquisas al gusto de oscuras voluntades. Las teorías conspirativas, en el caso Dalmasso, estuvieron a la orden del día.

La opinión pública también hizo sentir su peso. Como casi al principio del caso, cuando el primer fiscal ordenó detener a Gastón Zárate, un albañil y pintor que había integrado la cuadrilla de operarios en la remodelación de la casa de la víctima.

Le atribuían haber tenido conocimiento del lugar donde se produjo el crimen y, por lo tanto, haber aprovechado la oportunidad para atacar a la víctima, robarle y violarla. Pero lo cierto es que en la escena no había signos de lucha o de defensa y no faltaba nada, ni el reloj de Nora –lo llevaba puesto–, ni sus joyas, ni la plata y las tarjetas que estaban en su billetera.

La sociedad riocuartense percibió lo obvio: la policía quería cerrar rápido el caso y echó mano al primero que tuvo enfrente. “Es un perejil”, comenzó a repetirse en las calles de la ciudad del sur cordobés. Una marcha popular bastó para que la Justicia diera marcha atrás y lo liberara.

En retrospectiva, sorprende que la Justicia le hubiese echado el guante al pintor Zárate y no, por ejemplo, al pulidor Barzola, que también había estado en la escena y a quien le cabían las mismas sospechas.

Se hubieran ahorrado 18 años de escarnio; la madre de Nora, Nené Grassi, no hubiese muerto sin saber quién mató a su hija, el viudo no hubiese cargado con el estigma de la duda y Facundo y Valentina, sus hijos, no tendrían, ahora, que dar explicaciones a las poderosas personas a las que acusaron públicamente, como al “francés” Miguel Rohrer.

El ADN en el cinto de la bata usada para matar a Nora y el vello púbico de hombre en la ingle de la víctima reconducen, hoy, una causa que, en rigor, comenzó a naufragar el mismo día del crimen. Como hace casi 18 años, la Justicia vuelve a posar su lupa sobre un obrero de la construcción como sospechoso del homicidio que nunca supo resolver. Y en Río Cuarto, antes que la nada, prefieren la cautela: no quieren tener otro “perejil” al que colgarle todo el peso de la ley.

LA NACION

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