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¿Nos estamos volviendo ermitaños por culpa de la tecnología?

En la Grecia clásica, la vida no se concebía sin el murmullo de la plaza, el cruce de voces en el ágora, la conversación compartida en los banquetes. “El hombre es un ser social por naturaleza”, se cuenta que decía Aristóteles, y la sentencia no era teoría: era una constatación diaria. El pensamiento, el comercio, la política y hasta el ocio se sostenían en un entramado de vínculos que definían lo humano.

Muchos siglos después, Cervantes escribió en El Quijote: “No podemos vivir en un mundo de dos”, recordándonos que las historias solo adquirían sentido cuando podían ser contadas y compartidas.

Hoy, sin embargo, las cifras parecen contradecir a filósofos y novelistas. Según una reciente investigación del Pew Research Center, un 38% de los adultos jóvenes en países desarrollados no tuvo una conversación significativa cara a cara en una semana. Entre quienes trabajan de forma remota a tiempo completo, ese número trepa al 51%. No se trata de un romanticismo de la soledad, sino de un hábito instalado.

La pandemia fue un catalizador, no un origen. Antes de 2020, el contacto físico ya retrocedía ante la asepsia emocional de la interacción digital. Lo que nació como herramienta para acercar derivó en un sustituto que no iguala el encuentro real. En 2018, el Instituto de Psicología Social de la Universidad de Oslo advirtió que “las relaciones mediadas por pantalla tienden a reducir la necesidad percibida de contacto real”, activando el loop de aislamiento: menos encuentros presenciales generan más incomodidad frente a ellos, lo que conduce a evitarlos aún más. El neurocientífico Javier Valdés de la Universidad Autónoma de Madrid, resume en diálogo con este diario: “Es un círculo vicioso capaz de transformar una decisión puntual en una forma de vida”.

El precio no es solo emocional. Un estudio de la Universidad de Chicago liderado por la psicóloga social Emily Westwood, encontró que “la ausencia sostenida de contacto humano significativo altera la producción de oxitocina y debilita el sistema inmunológico de forma comparable al tabaquismo crónico”. Las sobremesas se han reducido a cadenas de emojis; las tertulias, a videollamadas inconstantes. Y en esa transición, sin notarlo, se pasa a un planeta donde cada uno se basta con la compañía de su pantalla.

La epidemia invisible

No hay boletines oficiales que la anuncien ni gráficos televisivos que midan su curva, pero la soledad crónica se comporta como una enfermedad que avanza con la misma constancia que cualquier virus. Investigaciones recientes la colocan al nivel de factores de riesgo tradicionales como la obesidad. Un metaanálisis de la Universidad Brigham Young, dirigido por la psicóloga Julianne Holt-Lunstad, concluyó que “la desconexión social sostenida aumenta en un 29% la probabilidad de muerte prematura”.

El fenómeno no se limita al plano individual. La soledad persistente erosiona la empatía, debilita la confianza y empobrece el lenguaje corporal. Un estudio del University College London señala que “en ausencia de contacto físico y microexpresiones compartidas, el cerebro ajusta su capacidad de interpretar señales emocionales, lo que reduce la precisión con la que leemos a los demás”.

El vínculo digital, no logra replicar la neuroquímica del encuentro: la oxitocina que se libera con un abrazo, la dopamina que brota de una risa compartida, la serotonina que estabiliza el ánimo cuando nos sentimos parte de un grupo

El mundo del trabajo es uno de los escenarios donde más evidente se hace este desgaste. La expansión de la virtualización ha acentuado el tránsito hacia vínculos más transaccionales y menos afectivos. Según la consultora Gallup, los empleados que no tienen interacciones presenciales frecuentes con colegas muestran un 37% más de probabilidades de sentirse “desconectados de la misión y cultura” de la organización.

La consecuencia es una paradoja contemporánea: nunca estuvimos tan comunicados y nunca nos sentimos tan solos. El vínculo digital, no logra replicar la neuroquímica del encuentro: la oxitocina que se libera con un abrazo, la dopamina que brota de una risa compartida, la serotonina que estabiliza el ánimo cuando nos sentimos parte de un grupo. Sin ese laboratorio invisible que es el cuerpo, las relaciones se vuelven más frágiles, más fáciles de romper y más difíciles de reparar.

Una video llamada puede resolver un proyecto, pero no activa el mismo circuito que una mirada sostenida o un gesto espontáneo. El tacto, el tono de voz y las pausas compartidas son parte de un lenguaje que ninguna aplicación traduce. En su ausencia, la vida se va poblando de conversaciones utilitarias, como si todo vínculo tuviera que justificarse por su productividad.

La soledad, así, se instala en los hábitos, se camufla en la agenda llena y se alimenta de la falsa idea de que “estar en contacto” es sinónimo de “estar juntos”. En silencio, se expande como epidemia invisible.

La conversación como lugar

Hubo un tiempo en que las ciudades se construían no solo con piedra y cal, sino con palabras. Los cafés literarios, las tertulias, las sobremesas y los vermuts del domingo eran parte de una cartografía afectiva donde se decidían amistades, se fraguaban ideas y, a veces, se trazaban revoluciones.

‘Muchos de los movimientos culturales que hoy estudiamos no habrían existido sin el entramado de encuentros presenciales que los sostuvo’, dice el sociólogo Martín Rinaldi

La historiadora cultural Amélie Durand, de La Sorbona, recuerda que “en la Viena de fin de siglo, un café no era solo un sitio para beber; era una incubadora de pensamiento, un lugar donde un poeta podía cruzarse con un físico y, en el encuentro, alterar el rumbo de una teoría”. Esa tradición de sociabilidad física tenía un valor invisible: el tiempo lento.

En Buenos Aires, las peñas y tertulias del siglo XX generaban redes intelectuales que se extendían más allá de la mesa. El sociólogo Martín Rinaldi, investigador del Conicet, subraya a este diario que “muchos de los movimientos culturales que hoy estudiamos no habrían existido sin el entramado de encuentros presenciales que los sostuvo. La idea de una cultura nacida en aislamiento es un mito contemporáneo”.

No solo la élite cultivó el arte del encuentro. El antropólogo social británico Peter Marsh de Oxford, explica que “el vermut, la merienda o la sobremesa son rituales democráticos: igualan a los participantes en un momento de pausa, donde el rol social queda en suspenso y lo que importa es el relato compartido”.

Hoy, cuando la ciudad parece diseñada para el tránsito veloz y el consumo exprés, emergen microcomunidades que intentan reconstruir esos espacios. “Hay un retorno tímido al encuentro físico, pero en formatos más íntimos y flexibles –señala la especialista en tendencias culturales Yuki Nakamura, de la Universidad de Tokio–. La gente busca experiencias que combinen lo presencial con un sentido de pertenencia, y eso se ve en los clubes de intercambio de vinilos, en los ‘coffice’ o en los coworkings que fomentan la conversación más allá del trabajo”.

En el mundo laboral, los espacios de trabajo compartido se han convertido en un híbrido entre oficina y café. El consultor en innovación laboral Romeo Pérez Suárez observa que “quien trabaja en casa puede resolver tareas, pero no construye capital social. Los espacios compartidos reintroducen la oportunidad de la charla improvisada, que es la semilla de colaboraciones futuras”.

Aun así, estos nuevos formatos no sustituyen por completo las viejas prácticas. “La diferencia entre un vermut de barrio y un after office es que el primero es un ritual; el segundo, un evento”, reflexiona la antropóloga Sofía Marchesi, de la Universidad de Roma. Es que, cuando la conversación deja de ser un lugar y pasa a ser una actividad más en la agenda, pierde parte de su magia.

El regreso a la mesa común

Recuperar el arte del encuentro se convierte en un acto de resistencia cultural. Los investigadores advierten que reinstaurar rituales de sociabilidad es una inversión en salud, creatividad y resiliencia.

La psicóloga social Marina Oliveira de la Universidad de San Pablo, afirma que “los vínculos presenciales actúan como un sistema inmunológico invisible: amortiguan el estrés, estabilizan el ánimo y ofrecen una red de soporte que ninguna conexión virtual reemplaza”. En su último estudio, Oliveira halló que grupos que se reunían semanalmente a cocinar reportaban un 42% menos de síntomas de ansiedad que aquellos que mantenían contacto únicamente por medios digitales.

Los expertos señalan que no basta con coincidir: hay que crear escenarios propicios para que la interacción sea significativa

La antropóloga cultural Helen Carter, de la Universidad de Edimburgo, sostiene que abrir el propio espacio a otros –lo que ella llama “hospitalidad radical”– es una forma de resistencia frente al aislamiento: “En un tiempo donde todo se privatiza, invitar a compartir nuestra mesa es un gesto que reintroduce lo común en la vida cotidiana”. El sociólogo Manuel Ferrer, de la Universidad Complutense de Madrid, coincide: “La sobremesa no es solo una tradición gastronómica: es un dispositivo cultural que fortalece la confianza mutua. Recuperarla es un acto político en el sentido más profundo: el de rehacer la polis, el espacio compartido”.

Los expertos señalan que no basta con coincidir: hay que crear escenarios propicios para que la interacción sea significativa. La educadora canadiense Lise Montagne propone encuentros intergeneracionales: “Cuando los más jóvenes y los mayores comparten una actividad, la conversación fluye de otro modo. El intercambio de experiencias funciona como un puente entre tiempos y valores”. El psicólogo organizacional Alan Wu, de la Universidad Nacional de Singapur, ha investigado cómo las empresas que promueven actividades presenciales no orientadas al trabajo logran mejoras sustanciales en cooperación y clima laboral: “En nuestras mediciones, la empatía entre colegas crece un 31% después de tres meses de actividades de socialización no productiva en el sentido tradicional”.

La pregunta que flota, incómoda, es si nos resignaremos a ser “ermitaños conectados” o si todavía podemos inventar nuevas formas de cercanía. La filósofa Giorgia Bellini de la Universidad de Bolonia advierte: “La pantalla no es enemiga, pero tampoco es suficiente. El reto del siglo XXI será usar la tecnología como puente y no como muro”. Recuperar el contacto físico no es un gesto ornamental; es un patrimonio cultural inmaterial. Así lo expresa la etnógrafa mexicana Isabel Quintana, de la Universidad Autónoma de México: “La conversación en torno a una mesa, el paseo compartido, la música improvisada… son formas de conocimiento y memoria colectiva que, si se pierden, no se pueden restaurar solo con archivos digitales”.

Volver a la mesa común es, en esencia, volver a reconocernos en el otro. Si Aristóteles nos recordó que somos seres sociales por naturaleza y Cervantes advirtió que no podemos vivir en un mundo de dos, hoy los datos y la ciencia nos gritan que no podemos habitar un planeta de uno. En tiempos de hiperconexión solitaria, quizás el acto más radical sea el más simple: invitar, sentarse, escuchar para habitar juntos un mismo instante. En ese gesto mínimo –un té de la tarde, un vermut de barrio, una sobremesa sin reloj– late todavía la posibilidad de reescribir nuestra época como un tiempo en que, contra todo pronóstico, podemos volver a encontrarnos.

​Los dispositivos y la hiperconexión aumentaron paradójicamente el aislamiento social a niveles inéditos; la ciencia alerta sobre los efectos en la salud y advierte que los vínculos digitales están lejos de reemplazar la función de los encuentros presenciales  LA NACION