Macron, contra las cuerdas por la crisis de gobernabilidad
“La pérdida de confianza social en las instituciones puede ser una herida mortal para la democracia”, sostiene el politólogo y sociólogo argentino Aníbal Pérez Liñán. Esta advertencia resuena con fuerza en la actual turbulencia francesa, donde la caída del primer ministro François Bayrou el 8 de septiembre último marca otro colapso gubernamental bajo el mandato de Emmanuel Macron. Esta crisis no sólo expone las grietas internas de la Quinta República, sino que amenaza con contagiar a vecinos vulnerables como Bélgica, en un contexto europeo donde la deuda pública y la fragmentación política ponen a prueba la resiliencia de la eurozona.
La secuencia de eventos en Francia es un manual de inestabilidad parlamentaria. Tras las elecciones europeas de junio de 2024, Macron apostó por comicios legislativos anticipados, buscando una “mayoría clara en serenidad y armonía”. El resultado fue un Parlamento fragmentado, sin coalición dominante, que vio pasar a tres primeros ministros en sucesión rápida: Gabriel Attal (9 de enero de 2024 – 16 de julio de 2024); Michel Barnier duró apenas tres meses, y Bayrou, un centrista de 74 años, que resistió nueve meses antes de perder una moción de confianza por 364 votos contra 194.
El detonante inmediato fue el presupuesto de 2025, que proponía recortes por más de 50 mil millones de dólares para frenar una deuda pública que roza los 3.934 billones de dólares, equivalente al 113% del PIB. El déficit presupuestario de 2024 se cerró en 5,8%, y las proyecciones para 2025 oscilan entre 5,4% y 5,6%, agravadas por un envejecimiento demográfico que reduce la base impositiva mientras infla las pensiones estatales.
Adicto al gasto público
Bayrou, en su discurso final ante la Asamblea Nacional, describió a Francia como un país en “respiración asistida”, adicto al gasto público. Su caída no es aislada: refleja una polarización ideológica donde la extrema derecha de Marine Le Pen (Agrupación Nacional) y la extrema izquierda (Nuevo Frente Popular) exigen elecciones anticipadas o la renuncia de Macron, quien insiste en completar su mandato hasta 2027. Los recortes propuestos, como elevar la edad de jubilación más allá de los 64 años, chocan con la tradición gala de un Estado de bienestar, financiado por décadas de endeudamiento, según los críticos.
Desde sectores conservadores señalan que se trata de una crisis estructural: el modelo social francés, erigido post Segunda Guerra Mundial sobre la “gratuidad” de servicios como salud y educación, es insostenible con una deuda al 116% del PIB y un gasto público al 60% de la economía.
En este contexto de elevada tensión social, Macron eligió un gesto de huida hacia adelante: nombró recientemente primer ministro a Sébastien Lecornu, miembro de su partido y ministro de Defensa durante los últimos tres años, considerado el artífice de un importante plan de rearme hasta 2030, impulsado por la guerra entre Rusia y Ucrania.
El nuevo premier prometió una “ruptura profunda” con el pasado, al enfrentarse a la difícil tarea de intentar formar un gobierno con suficiente apoyo parlamentario para evitar una precoz caída. Lecornu es el séptimo primer ministro desde que Macron asumió el cargo en 2017. El desafío urgente del flamante premier será dotar a Francia de un presupuesto para 2026 (evitando correr la misma suerte que su predecesor).
Respiración contenida
Es menester señalar que esta inestabilidad francesa no se contiene en sus fronteras. Bélgica, su vecino boreal, contiene la respiración ante un posible contagio, como analiza el economista Philippe Ledent en El Economista. Según la Comisión Europea, el déficit público alcanzará este año el 5,4% y el 5,6% en Bélgica y Francia, respectivamente. Sin embargo, Bélgica presenta aspectos diferenciadores.
Según datos de Eurostat -la oficina estadística de la Unión Europea- para el primer trimestre de 2025 la deuda pública de Bélgica se situó en el 106,8 % de su PIB, indicador inferior al 113% francés, que ha crecido inexorablemente desde el 97% hace una década. La Comisión Europea le exige a Francia límites más estrictos en el gasto neto (0,8% en 2025), mientras Bélgica goza de mayor flexibilidad (3,6%).
Históricamente, Bélgica ha navegado crisis fiscales peores, como en las décadas de 1980 y 1990, con recortes drásticos avalados por el FMI. Su democracia parlamentaria fomenta el compromiso entre partidos opuestos, contrastando con la animosidad francesa. Mecanismos como la indexación automática de salarios y pensiones mitigan tensiones sociales, evitando explosiones como las protestas galas. Los mercados, por ahora, no la castigan como a Francia. Si bien las agencias de calificación observan, aún no hay pánico.
En el panorama europeo esta crisis resalta vulnerabilidades compartidas: deudas elevadas, discusiones sobre el intervencionismo estatal, movilizaciones sociales y dificultades de representación. La combinación de estos factores exacerba la polarización ideológica. Así las cosas, es factible que, si Francia cae en una parálisis prolongada, esto podría erosionar la confianza en la eurozona.
Diversidad social
Para iluminar la reflexión, creo atinado recordar a Juan Linz, sociólogo y profesor de Ciencia Política, quien le dio cobertura teórica al fenómeno de las democracias. En sus obras, Linz remarca que la gobernabilidad democrática implica una gestión institucional que integra y representa la diversidad social. Pero aclara que esta gobernabilidad es frágil y puede ser socavada por ciertas acciones de actores políticos que, de manera directa o indirecta, socavan los principios democráticos. Desde su perspectiva, tanto el abuso de poder como la incapacidad de llegar a consensos pueden generar crisis de gobernabilidad.
En la era actual de desigualdades y ausencias de acuerdos transversales, las democracias europeas arriesgan no sólo inestabilidad económica sino una erosión profunda de la legitimidad institucional. La integración fiscal debe ir de la mano con mecanismos de resolución de crisis y contención social, porque sin estos elementos los efectos nocivos de dejar personas a la intemperie –y totalmente desprotegidas– podrían extenderse más allá de París y Bruselas.
“La pérdida de confianza social en las instituciones puede ser una herida mortal para la democracia”, sostiene el politólogo y sociólogo argentino Aníbal Pérez Liñán. Esta advertencia resuena con fuerza en la actual turbulencia francesa, donde la caída del primer ministro François Bayrou el 8 de septiembre último marca otro colapso gubernamental bajo el mandato de Emmanuel Macron. Esta crisis no sólo expone las grietas internas de la Quinta República, sino que amenaza con contagiar a vecinos vulnerables como Bélgica, en un contexto europeo donde la deuda pública y la fragmentación política ponen a prueba la resiliencia de la eurozona.La secuencia de eventos en Francia es un manual de inestabilidad parlamentaria. Tras las elecciones europeas de junio de 2024, Macron apostó por comicios legislativos anticipados, buscando una “mayoría clara en serenidad y armonía”. El resultado fue un Parlamento fragmentado, sin coalición dominante, que vio pasar a tres primeros ministros en sucesión rápida: Gabriel Attal (9 de enero de 2024 – 16 de julio de 2024); Michel Barnier duró apenas tres meses, y Bayrou, un centrista de 74 años, que resistió nueve meses antes de perder una moción de confianza por 364 votos contra 194. El detonante inmediato fue el presupuesto de 2025, que proponía recortes por más de 50 mil millones de dólares para frenar una deuda pública que roza los 3.934 billones de dólares, equivalente al 113% del PIB. El déficit presupuestario de 2024 se cerró en 5,8%, y las proyecciones para 2025 oscilan entre 5,4% y 5,6%, agravadas por un envejecimiento demográfico que reduce la base impositiva mientras infla las pensiones estatales.Adicto al gasto públicoBayrou, en su discurso final ante la Asamblea Nacional, describió a Francia como un país en “respiración asistida”, adicto al gasto público. Su caída no es aislada: refleja una polarización ideológica donde la extrema derecha de Marine Le Pen (Agrupación Nacional) y la extrema izquierda (Nuevo Frente Popular) exigen elecciones anticipadas o la renuncia de Macron, quien insiste en completar su mandato hasta 2027. Los recortes propuestos, como elevar la edad de jubilación más allá de los 64 años, chocan con la tradición gala de un Estado de bienestar, financiado por décadas de endeudamiento, según los críticos. Desde sectores conservadores señalan que se trata de una crisis estructural: el modelo social francés, erigido post Segunda Guerra Mundial sobre la “gratuidad” de servicios como salud y educación, es insostenible con una deuda al 116% del PIB y un gasto público al 60% de la economía.En este contexto de elevada tensión social, Macron eligió un gesto de huida hacia adelante: nombró recientemente primer ministro a Sébastien Lecornu, miembro de su partido y ministro de Defensa durante los últimos tres años, considerado el artífice de un importante plan de rearme hasta 2030, impulsado por la guerra entre Rusia y Ucrania. El nuevo premier prometió una “ruptura profunda” con el pasado, al enfrentarse a la difícil tarea de intentar formar un gobierno con suficiente apoyo parlamentario para evitar una precoz caída. Lecornu es el séptimo primer ministro desde que Macron asumió el cargo en 2017. El desafío urgente del flamante premier será dotar a Francia de un presupuesto para 2026 (evitando correr la misma suerte que su predecesor).Respiración contenidaEs menester señalar que esta inestabilidad francesa no se contiene en sus fronteras. Bélgica, su vecino boreal, contiene la respiración ante un posible contagio, como analiza el economista Philippe Ledent en El Economista. Según la Comisión Europea, el déficit público alcanzará este año el 5,4% y el 5,6% en Bélgica y Francia, respectivamente. Sin embargo, Bélgica presenta aspectos diferenciadores. Según datos de Eurostat -la oficina estadística de la Unión Europea- para el primer trimestre de 2025 la deuda pública de Bélgica se situó en el 106,8 % de su PIB, indicador inferior al 113% francés, que ha crecido inexorablemente desde el 97% hace una década. La Comisión Europea le exige a Francia límites más estrictos en el gasto neto (0,8% en 2025), mientras Bélgica goza de mayor flexibilidad (3,6%).Históricamente, Bélgica ha navegado crisis fiscales peores, como en las décadas de 1980 y 1990, con recortes drásticos avalados por el FMI. Su democracia parlamentaria fomenta el compromiso entre partidos opuestos, contrastando con la animosidad francesa. Mecanismos como la indexación automática de salarios y pensiones mitigan tensiones sociales, evitando explosiones como las protestas galas. Los mercados, por ahora, no la castigan como a Francia. Si bien las agencias de calificación observan, aún no hay pánico.En el panorama europeo esta crisis resalta vulnerabilidades compartidas: deudas elevadas, discusiones sobre el intervencionismo estatal, movilizaciones sociales y dificultades de representación. La combinación de estos factores exacerba la polarización ideológica. Así las cosas, es factible que, si Francia cae en una parálisis prolongada, esto podría erosionar la confianza en la eurozona.Diversidad socialPara iluminar la reflexión, creo atinado recordar a Juan Linz, sociólogo y profesor de Ciencia Política, quien le dio cobertura teórica al fenómeno de las democracias. En sus obras, Linz remarca que la gobernabilidad democrática implica una gestión institucional que integra y representa la diversidad social. Pero aclara que esta gobernabilidad es frágil y puede ser socavada por ciertas acciones de actores políticos que, de manera directa o indirecta, socavan los principios democráticos. Desde su perspectiva, tanto el abuso de poder como la incapacidad de llegar a consensos pueden generar crisis de gobernabilidad.En la era actual de desigualdades y ausencias de acuerdos transversales, las democracias europeas arriesgan no sólo inestabilidad económica sino una erosión profunda de la legitimidad institucional. La integración fiscal debe ir de la mano con mecanismos de resolución de crisis y contención social, porque sin estos elementos los efectos nocivos de dejar personas a la intemperie –y totalmente desprotegidas– podrían extenderse más allá de París y Bruselas. La Voz